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Cultura

20 de Abril de 2019

Los esclavos contra el mundo: la impresionante historia de la Revolución haitiana

Estados Unidos y Haití fueron los primeros países americanos en ganar su independencia. Pero lo que en Norteamérica fue una rebelión de criollos blancos contra sus abuelos europeos, en el Caribe fue una feroz guerra de trece años (1791-1804) en la que más de 100 mil esclavos negros tomaron las armas para expulsar de la isla a sus amos, a los ejércitos de Francia y España y a la Armada británica. Consecuencia radical de la Revolución francesa –cuyo ideario sublevó a los esclavos contra los propios franceses−, dejó en total unos 350 mil muertos, pero anticipó la abolición de la esclavitud en todo el mundo. La publicación en Chile de Toussaint Louverture: la única revolución exitosa de esclavos en la historia, obra de teatro escrita en los años 30 por el historiador antillano C.L.R. James, pretende despertar el interés por una revolución de la que sabemos poco y nada, pese a que de ella se ocupó la primera noticia que imprimió alguna vez un diario chileno.

Por

Toussaint Louverture, líder la revolución.

Por Daniel Hopenhayn

 

“La abolición de la esclavitud es el gran fundamento de nuestras vidas. Nuestra historia comienza con ella. Es el año uno de nuestro calendario. Antes de eso no tenemos historia”. C.L.R. James

 

Haití, actualmente el país más pobre del hemisferio occidental, con un ingreso per cápita veinte veces menor al de Chile, era en 1789 la colonia imperial más rica del mundo. Exportaba la mitad del azúcar y del café que se consumían en Europa, contribuyendo de manera decisiva a financiar el buen gusto de Versalles. La fertilidad de sus tierras cálidas y la ingeniería de riego francesa aportaban los insumos; medio millón de esclavos negros, la mano de obra.

La población de Santo Domingo, como se llamaba entonces, se dividía en tres grandes castas: los blancos europeos y criollos, que sumaban unos 30 mil; otros 30 mil mulatos y negros que habían conquistado su libertad, formando una suerte de pequeña burguesía de artesanos, capataces y hasta ricos propietarios; y los 500 mil esclavos, dos tercios de los cuales habían nacido en África, pues su altísima tasa de mortalidad en la isla (el régimen de trabajo y castigos era tan severo como puede imaginarse), así como su reducida natalidad por la escasez de mujeres entre ellos, beneficiaban a la industria de captura y tráfico de esclavos con una demanda incesante.

Tal como ocurrió en vastas regiones de la América colonial, las autoridades de Santo Domingo lidiaron durante todo el siglo XVIII con los “negros cimarrones”. Así se conocía a los esclavos fugitivos que corrían a perderse entre selvas y montañas, algunos para zafar de brutales castigos y otros simplemente para ser libres. Los más audaces se organizaban en pequeñas bandas que atacaban pueblos y haciendas, perseguidos a su vez por milicias de negros libertos que se prestaban para la tarea en busca de respeto social.

Las bandas de cimarrones constituyeron un primer foco de resistencia colectiva a la esclavitud (las demostraciones individuales, casi siempre desesperadas, abarcaron prácticas como el suicidio y el infanticidio). Otro fue la religión. Aunque la ley prescribía el bautizo −y la cristiana sepultura− de todos los esclavos, el vudú se propagó a la par del catolicismo como su sombra, dando forma a un sincretismo religioso único en el planeta pero también a incipientes redes políticas, sostenidas por los houngan o sacerdotes que dirigían las ceremonias. François Mackandal, el houngan que sentó las bases míticas de la revolución, creó una organización clandestina de esclavos dedicada al envenenamiento de sus amos, con sustancias que él mismo preparaba a partir de plantas letales. En 1758, fue capturado y quemado vivo en la plaza pública para inhibir a sus seguidores. Pero en vez de morir un hombre, nació una leyenda: los negros ahí presentes creyeron ver a Mackandal saltar de la hoguera y desaparecer entre la multitud, y así lo contaron en adelante.

La razón ilustrada pondría la otra parte. Un buen número de negros libertos se habían familiarizado con la cultura francesa, mientras otros, todavía esclavos, habían adquirido cualidades de liderazgo al ser elegidos para supervisar a sus pares y hacer respetar los ritmos de producción. Estaban preparados, entonces, para encauzar un grito de batalla no muy original, pero que en contadas ocasiones –y esta sería una de ellas− ha salido de la boca de un pueblo entero dispuesto a actuar en consecuencia: “Libertad o muerte”.

 

LA REVOLUCIÓN

Cuando las noticias de la Revolución francesa llegaron a Santo Domingo, los terratenientes brindaron y sus esclavos se aterraron. Los primeros vieron la oportunidad de aumentar sus utilidades, tan injustamente mermadas por el monopolio comercial de la monarquía. Los esclavos, en cambio, temieron quedar a completa merced de sus amos, sin rey ni ley que pusiera límite a sus caprichos. Ambos bandos, razonablemente pragmáticos, habían pasado por alto los alcances doctrinarios de la noticia: todos los humanos habían sido declarados libres e iguales. Si se corría la voz, tarde o temprano algún negro bien informado podría excusarse en sus derechos humanos para violar el derecho de propiedad de su dueño.

Como suele ocurrir, fue primero la clase intermedia −los mulatos libres− la que desafió los privilegios de la clase dominante y se levantó en armas. Esto conmocionó a los esclavos, pues veían diluirse todo el esquema de castas en que se fundaba su sumisión. Como subraya el historiador C.L.R. James, “sólo después de ver a sus dueños torturar y asesinarse entre ellos por casi dos años, fue que los esclavos comenzaron su propia revolución”.

La noche del 14 de agosto de 1791, el houngan jamaicano Dutty Boukman ofició en la plantación de Bois Caïman la ceremonia vudú que dio inicio a la insurrección de los esclavos. Frente a unos doscientos siervos, y asistido por la mambo o sacerdotisa Cécile Fatiman, pronunció su histórico juramento:

“El dios del hombre blanco los llama a cometer crímenes; nuestro Dios sólo pide obras buenas de nosotros. ¡Pero este Dios que es bueno ordena venganza! Él dirigirá nuestras manos; Él nos ayudará. Tiren la imagen del dios de los blancos que tiene sed de nuestras lágrimas y escuchen a la voz de la libertad que habla en el corazón de todos nosotros”.

Varios focos de rebelión se alzaron en simultáneo y, en cuestión de semanas, 40 mil negros marchaban sublevados por la provincia Norte de Santo Domingo (la más rica en cultivos), improvisando furiosos ejércitos que pasaban por fuego y cuchillo a blancos y negros leales, sin perdonar a sus mujeres, a la vez que saqueaban y quemaban sus propiedades. No abundaremos acá en los detalles escénicos de una guerra que fue, por lado y lado, particularmente sanguinaria, pero es justo consignar que los esclavos tenían poco tiempo para vengar casi dos siglos de inclemencias. Mientras Boukman recorría el norte con 15 mil insurgentes en sus tropas, el más misterioso líder de la revuelta conquistaba ciudades en el sur: Romaine Rivière, alias la Profetisa, cuyos 13 mil seguidores reconocían sus poderes telepáticos para comunicarse con la Virgen María negra. Contra lo que sugerían su vestuario y sus accesorios, Romaine era hombre, aunque quizás la Profetisa no lo fuera necesariamente.

Lo que siguió al estallido inicial fue una interminable guerra a siete bandos (negros, mulatos, franceses republicanos, franceses monárquicos, españoles, ingleses y hasta negros monárquicos) que se aliaban, se enfrentaban y volvían a aliarse según se movía el tablero.

Las nuevas autoridades coloniales, que llegaron desde Francia en 1792 a imponer el orden revolucionario, decretaron la igualdad de derechos políticos entre hombres libres, pero se resistieron a abolir la esclavitud. Al año siguiente, sin embargo, obligadas por las invasiones de la Armada británica, buscaron una tregua con los negros ofreciendo la libertad a todo aquel que se alistara en sus filas. Supresión total de la esclavitud o nada, les respondieron. Las negociaciones terminaron de entramparse cuando se supo que Luis XVI había sido guillotinado en París: sus creencias, explicaron los negros, no les permitían subordinarse sino a un rey. Muchos de ellos, por lo demás, habían optado por enrolarse al ejército español, que controlaba el lado Este de la isla (actual República Dominicana) y también aguardaba el momento de invadir, aliado a su vez con los franceses monárquicos que habían sido desterrados por los republicanos.

Entre los negros que peleaban por España –engañados por la promesa de poner fin a la esclavitud− se encontraba Toussaint Louverture, el gran prócer de Haití. Nacido esclavo en 1743, su dueño, de fama benevolente, lo incentivó a alfabetizarse y lo convirtió en su chofer y en el contramaestre de la hacienda. En 1776 obtuvo su libertad y arrendó una granja de café con trece esclavos a su haber. De los españoles aprendió el arte de la guerra, con tal pericia que al poco tiempo ya ostentaba el rango de general y mandaba a tres mil soldados. Fue entonces que lo apodaron L’Ouverture, el iniciador. El 29 de agosto de 1793 publicó su proclamación como líder de los negros: “He iniciado la venganza de mi raza. Quiero que la libertad y la igualdad reinen en Santo Domingo […] Arrancad de raíz conmigo el árbol de la esclavitud”. Así firmaba la proclama: “Toussaint Louverture, General de los ejércitos del rey, para el bien público”.

Las revoluciones francesa y haitiana convergieron en París el 3 de febrero de 1794, día en que el negro liberto Jean-Baptiste Belley, elegido diputado por Santo Domingo el año anterior, tomó la palabra en un debate de la Convención Nacional para abogar por la erradicación de la esclavitud en las colonias. Al día siguiente, la Convención votó la iniciativa a favor, disponiendo que “todos los hombres sin distinción de color, domiciliados en las colonias, son ciudadanos franceses y gozarán de todos los derechos asegurados por la Constitución”.

Por fin convencido de que podía confiar en los franceses, Toussaint se cambió de bando y atacó sin miramientos a sus jefes españoles, arrebatándoles una decena de ciudades. Entre sus nuevos enemigos figuraban los mulatos, alzados contra la República para recuperar sus ventajas sobre los negros, y los ingleses, que ya dominaban una buena parte de la isla. Estados Unidos, mientras tanto, ofrecía pactos de no agresión a unos y otros, siempre que se allanaran a aumentar el flujo de materias primas hacia el norte. El hecho notable es que los esclavos, pese a ser el menos educado de los bandos en disputa, era el único que encarnaba los valores universalistas que había legado la Ilustración, al no defender intereses nacionales ni privilegios sociales. “Superemos las barreras que separan a las naciones, y unamos a la especie humana en una única fraternidad”, arengaba Toussaint a sus tropas en 1797.

Para entonces, Louverture ya era el hombre más poderoso y temido de Santo Domingo. Integraban su ejército 30 mil soldados y 20 mil milicianos, bien provistos de las armas que tomaron prestadas de sus antiguos amos y del Estado francés. Gobernaba la colonia de facto y resultó ser un político avezado. Para reactivar la economía, convocó a los colonos blancos que habían huido de la isla y publicó un reglamento que obligaba a los negros a trabajar en las plantaciones, sin salario, aunque con derecho a repartirse una fracción de las utilidades. Sofocó una rebelión de negros ordenando el fusilamiento de sus trece cabecillas, entre ellos su propio sobrino. Para no inquietar a Francia más de lo conveniente, decretó el catolicismo como religión oficial y envió a sus dos hijos a estudiar a París.

Entretanto, había logrado la retirada de los ingleses y firmado un tratado secreto con Estados Unidos y Reino Unido, que se mantendrían al margen de sus asuntos internos a cambio de que el caudillo no exportara su revolución al resto del Caribe. Con esta garantía pudo enfrentar y vencer a los mulatos en la cruenta Guerra de los Cuchillos (1799-1800). Por último, en enero de 1801 invadió con 10 mil hombres la mitad española de la isla –cuya población blanca arrancó a Cuba− y dejó como gobernador del Este a Paul Louverture, su hermano menor. En mayo de ese año redactó una Constitución que establecía la autonomía del territorio −aunque no su independencia de Francia− y mediante la cual se concedía a sí mismo plenos poderes a perpetuidad.

JACOBINOS NEGROS

El historiador y ensayista C.L.R. James (1901-1989), originario de Trinidad y Tobago, escribió una de las más apasionantes historias de la Revolución hatiana (Los jacobinos negros, 1938) y fue además un precursor central de los estudios poscoloniales en el mundo anglosajón. Traerlo hoy al primer plano no es una apuesta segura: sus ensayos iluminan el momento gestacional de las políticas de la identidad y demuestran –por si hiciera falta− cuán oportuna fue su aparición, pero con acentos incómodos para algunas de las escuelas de la diferencia que han ganado posiciones en el rubro. Demasiado universalista para unos, sus reflexiones sobre el colonialismo apelaban a una lucha de clases que no podía limitarse a la perspectiva racial. Demasiado salomónico para otros, defendió una relación amistosa con la cultura francesa, rechazando la idea de “elegir entre una historia y la otra” e insistiendo en que el haitiano era “un pueblo cuyo idioma, tradiciones culturales y aspiraciones son totalmente francesas”.

En 1936, el Teatro Westminster de Londres estrenó su obra Toussaint Louverture: La historia de la única revolución exitosa de esclavos en la historia. El texto jamás llegó a la imprenta y se lo dio por perdido, pero en 2005 un historiador encontró el manuscrito en los archivos de la Universidad de Hull. Y en enero pasado se publicó en Chile la primera traducción al castellano, por cuenta de Ediciones Jenaro Gajardo Vera, sello bautizado así en homenaje al chileno que en 1954 se hizo dueño legítimo de la Luna tras inscribirla a su nombre en una notaría de Talca. “Fue la primera obra de teatro escrita, dirigida y actuada por negros en Inglaterra”, apunta Amalia Cross en el prólogo.

Más bien convencional y didáctica, de ostensible inspiración shakesperiana, la obra perfila la enorme figura de Toussaint Louverture sin eludir su dimensión conflictiva: es un libertador indomable, pero a la vez un estratega racional que así responde a sus generales cuando lo apuran a declarar la independencia y romper con Francia: “Los que aquí vivimos no veremos África nunca más. […] No tenemos educación propia. Lo poco que sabemos lo hemos aprendido de Francia. Y hasta cierto punto, somos cristianos porque seguimos la religión francesa”. Impacientes, los otros le enrostran las atrocidades que han sufrido a manos de los blancos, pero el líder no cede: “No podemos recordar estas cosas siempre. Los hombres blancos tienen el conocimiento que necesitamos. […] Del medio millón de negros que hay en este país, trescientos mil nacieron en África. Pueden pelear, pero aparte de eso son salvajes. Debemos permanecer con los franceses el mayor tiempo posible”.

Toussaint tuvo razón hasta que Napoleón puso sus ojos en la colonia y decidió restablecer el orden –y con el orden, la esclavitud− para que la industria azucarera solventara sus planes expansionistas. Para ello dispuso una flota de 56 naves al mando de su cuñado, el general Leclerc, quien desembarcó en Santo Domingo junto a 25 mil soldados (pronto se sumarían otros 15 mil) en enero de 1802. Derrotado en seis meses por las fuerzas de Leclerc, y arrestado con malas artes cuando se presentó a negociar su rendición, Toussaint fue embarcado a Francia y allá encarcelado en las frías montañas del Jura, donde murió de neumonía el 7 de abril de 1803.

Pero el mártir dejaba tras de sí un ejército entrenado −al mando de Jean-Jacques Dessalines, antiguo general suyo− y una multitud de insumisos decididos a morir luchando. Para contenerlos, Leclerc recurrió al terror, organizando ejecuciones públicas que contemplaron crucifixiones y despedazamientos con perros. La resistencia de los oprimidos, sin embargo, fue premiada con un arma más poderosa: el vómito negro, o fiebre amarilla, que mató al 80% de los franceses, incluido el propio Leclerc.

El 1 de enero de 1804, finalmente Dessalines proclamó la independencia del país. Lo llamó Haití, como nombraban a la isla los aborígenes antillanos, y conservó de la bandera francesa el azul y el rojo (que señalaban a negros y mulatos), suprimiendo el blanco. Para no quedarse en simbolismos, su gobierno procedió a la masacre de los blancos que quedaban en la isla y de los mulatos leales a ellos. Terminaba, ahora sí, una revolución que les costó la vida a cerca de 200 mil mulatos y negros (entre civiles y soldados), 75 mil combatientes leales a Francia, 45 mil leales a Gran Bretaña y entre 25 mil y 50 mil civiles blancos. Se iniciaba, por desgracia, una sucesión de regímenes autoritarios de escasa vocación republicana.

Tras autocoronarse emperador con el nombre de Jacobo I, Dessalines promulgó en 1805 la Constitución del Imperio de Haití, basada en los borradores redactados por Toussaint en 1801 y consagrada, según el preámbulo, “en presencia del Ser Supremo, delante de quien son iguales los mortales”, como asimismo “en frente de la naturaleza entera, de la que nosotros hemos sido tan injustamente y después de tanto tiempo considerados como los hijos rechazados”. Entre otras disposiciones, la carta magna declara “sagrada” la propiedad, prohíbe a los blancos adquirir propiedades en el país (salvo a “las mujeres blancas naturalizadas haitianas por el Gobierno”) y culmina con el famoso artículo 14:

Art. 14. Necesariamente debe cesar toda acepción de color entre los hijos de una sola y misma familia donde el Jefe del Estado es el padre; a partir de ahora los haitianos sólo serán conocidos bajo la denominación genérica de negros.

 

REYES Y PATRIOTAS

El primer número de la Aurora de Chile, publicado el 13 de febrero de 1812, dedicó sus páginas iniciales a una reflexión de Camilo Henríquez sobre los derechos de los pueblos. A renglón seguido, el primer periódico impreso en Chile informaba sobre la “coronación del Rey negro de Hayti”. Lo cierto es que el mulato Henri Christophe se había hecho coronar como Enrique I a mediados del año anterior, pero Henríquez tenía línea editorial y la noticia le servía para destacar el ejemplo libertario de los haitianos: “Este suceso parecía increíble al principio de su revolución. ¿Qué podía esperarse de una raza de hombres sin educación, sin luces, sin costumbres? […] ¿Sostenerse contra el poder y el arte de las armas de la Francia? Pero la naturaleza hizo iguales a todos sus hijos […] el odio a las cadenas, el deseo de la libertad, una resolución firme e imperturbable vencen todos los obstáculos”.

El cuerpo de la noticia, eso sí, desmentía cualquier convicción igualitaria por parte del nuevo monarca, retratado con exquisito escarnio por Alejo Carpentier en su novela El reino de este mundo (1949). Antes de ser investido el rey, informa la Aurora, “fueron ennoblecidos algunos de sus Generales favoritos, unos hechos Príncipes, otros Duques, otros Condes, otros Barones, y otros Caballeros”. Tras recibir del Arzobispo sus coronas de oro “con muchas piedras preciosas”, el rey y la reina tuvieron besamanos y cumplidos de la nobleza en el palacio real, paseos en carroza “en que se tiró moneda con gran profusión” y una comida “que consistía en 600 cubiertos, a la cual fueron convidados todos los mercaderes Ingleses y Americanos”.

Luego de conquistar su independencia, Haití se debatió por más de medio siglo entre la anarquía política, la corrupción y las ínfulas cortesanas de sus reyes y emperadores, que se asesinaban y/o derrocaban entre sí para refundar el Estado a su imagen y semejanza. Tampoco ayudó que las potencias mundiales se negaran a reconocer la independencia del país (Estados Unidos lo hizo recién en 1862) y castigaran la revolución de los esclavos con sucesivos bloqueos económicos.

Ese infortunado desenlace no termina de explicar, sin embargo, que la cultura occidental apenas le haya hecho lugar en sus libros de historia a una de las revoluciones más extraordinarias y significativas de la era moderna. En el caso de Chile, país que nació admirando el valor de los negros haitianos, la mala memoria es extensible a su propia población de negros esclavos y libertos, bastante más numerosa durante la Colonia de lo que nuestro imaginario histórico cree recordar (aunque menos proclive a sublevarse que en otras regiones, probablemente por hallarse mucho más dispersa). En 1811, Manuel de Salas consiguió que el Congreso de la Patria Vieja hiciera de Chile el primer país hispanoamericano que decretó la libertad de vientres para los hijos de esclavos que nacieran a partir de esa fecha. Y en 1823, por iniciativa de José Miguel Infante, la Constitución sentenció de manera definitiva: “En Chile no hay esclavos: el que pise su territorio por un día natural será libre”.

Toussaint L’Ouverture

  1. C.L.R. James

Traducción: Tomás Henríquez

Ediciones Jenaro Gajardo Vera, 2018, 136 páginas

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