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29 de Junio de 2024

Lo que le hace la comida a tu cerebro: cómo los alimentos se relacionan con recuerdos, el ánimo y la incidencia del azúcar en la actividad cerebral

Ilustración: Camila Cruz

El cerebro y el estómago están conectados por una red neuronal directa. Por eso, lo que se come es también lo que se siente y lo que se piensa. En este reportaje, dos especialistas de la nutrición y la neuro-ciencia explican cómo el sabor y los olores de la comida están pegados a recuerdos específicos de experiencias positivas y negativas en nuestras vidas. No importa cuándo hayan ocurrido esas vivencias, la clave, es que siempre serán emociones intensas que marcaron la vida. Esto, también explicaría por qué el consumo de azúcar provoca una sensación de placer y recompensa en el cuerpo y la cabeza.

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Para explicar los efectos que tiene la comida en la conducta cerebral, hay que recordar cuál es la mejor torta que se ha probado. Sí, una torta que sea la favorita. Si no se es dulcero, el plato que se elegiría comer si fuese el último día de la vida. Así de intensa es la relación que tiene la comida con los recuerdos. 

El hipocampo —la parte del cerebro donde está la memoria— tiene una conexión directa con el sistema digestivo. Por eso “podemos acordarnos de lo que comimos hace tres cumpleaños atrás, pero haber olvidado por completo lo que desayunamos ayer”, explica Pedro Maldonado, profesor del Departamento de Neurociencia de la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. “Los mecanismos de memoria dependen de cuánta actividad hay en la red. Las experiencias de alimentación que conllevan una carga emocional intensa son las que más actividad generan en la red. Y las que tienen mayor posibilidad de quedarse”.

Es exactamente lo que pasa en la película Ratatouille. En la escena en que el crítico culinario Anton Ego prueba un ratatouille —un estofado de verduras típico francés—, que fue cocinado por Remi —la rata—, recuerda su infancia en la campiña francesa. En ese flashback, Ego se había caído de la bicicleta y su madre le había cocinado un ratatouille para levantarle el ánimo. Años después, reviviría ese momento con nostalgia y felicidad.

“La comida se vuelve simbólica, fortalece y enriquece la formación de la memoria del pasado. Comer un pastel -o un plato- que amamos de niños, no solo despierta los sentimientos de ese momento, sino que la nostalgia de toda la circunstancia, como la convivencia familiar o un evento especial”, describe un estudio realizado en 2022 por el psicólogo Hadley Bergstrom en Estados Unidos.

La comida, una fuente de felicidad neuronal

El proceso que pasa adentro de la cabeza para sentir esas emociones placenteras es gatillado por un neurotransmisor llamado dopamina. “Si lo vemos en la dirección nutriente-cerebro, la dopamina está muy involucrada en la sensación de recompensa cuando comemos ciertos alimentos“, explica Sussanne Reyes, PhD en Nutrición y Alimentación de la Universidad de Chile y nutricionista del INTA en la misma institución.

Como la dopamina para la recompensa, hay muchos otros neurotransmisores que se potencian gracias a los nutrientes. “La relación entre los nutrientes y el cerebro es una relación bidireccional. Los nutrientes afectan cómo funciona la cabeza, el desarrollo adecuado de nuestro cerebro y previenen el deterioro cognitivo. Mientras que el cerebro va a incidir cuando tomemos la decisión de qué alimentos consumir“, explica Sussanne Reyes.

Los más conocidos son el glucamato, el aspartato, el ácido GABA y la histamina. Todos gatillan funciones cerebrales que van desde el ánimo, al fortalecimiento de defensas e incluso la preservación de la memoria, según el estudio de la revista Molecules en 2023.

Pero el más relevante para la regulación de las emociones, además de la dopamina, es la serotonina. La llaman la “molécula feliz” y juega un rol importante en los procesos bioquímicos como el sueño, la memoria, el estado de ánimo e incluso el apetito.

Aquí, el mejor ejemplo de la relación bidireccional entre nutrientes y neurotransmisores. “El consumo de alimentos como kiwi, naranjas, plátanos, cerezas, repollo, berenjena, uvas verdes, pimientos, lechuga verde, papaya, peras, piña, ciruelas, espinacas verdes, fresas, tocino, nueces y el pavo ayudan a aumentar los niveles de serotonina“, dice la revista.

Y no solo eso: la serotonina también influye actividad cerebral con procesos que están fuera de la red neuronal. Esto es gracias a la glucosa. Sussanne Reyes explica que cuando consumimos frutas y verduras, “tenemos la capacidad de tener niveles de glucosa más estables a través del día y no alcanzar peaks tan altos como cuando comemos carbohidratos simples. Por lo tanto, el rendimiento de nuestro cerebro es más eficiente ante ciertas demandas o tareas cognitivas”, dice.

El azúcar en Chile y la ansiedad por el placer

Como la glucosa, existen 22 otros tipos de azúcares en los alimentos. Algunos más perjudiciales que otros. Pero cuando hablamos de la actividad cerebral, “buscamos comida rica en grasas, azúcares y sal después de momentos difíciles porque cuando uno consume esos alimentos, el cerebro genera una experiencia de placer“, explica el neurocientífico Pedro Maldonado.

En 2020, especialistas de cuatro universidades del sur del país estudiaron el consumo de azúcares totales y su asociación con la obesidad en población chilena, junto a la Universidad de Glasgow. El perfil del consumidor de azúcar chileno, hablaba en mayor proporción de hombres (62%), con menor nivel educacional (88%) y de etnia mapuche (77%).

El consumo promedio a nivel mundial es de 73 gramos por día y Chile estaba en esa época, en 158,6 gramos por día. También se observó la diversidad del consumo de azúcar en distintos grupos etarios, culturales y sociales.

Según los grupos de ingreso, el grupo de ingresos bajos tiene un 67% de consumidores de azúcar en altas cantidades y un 34% en bajas cantidades. En el grupo de ingresos medios, el consumo de azúcar total es menor, siendo la cifra más alta, 14% de consumo medio / bajo y 9% en consumo alto. Quienes tienen mayores ingresos tienen una diferencia más alta, siendo 24% quienes comen mucha azúcar y 55% los que comen muy poca.

Cargas emocionales intensas

Las características socioeconómicas son relevantes a la hora de medir el consumo de azúcar, según Sussanne Reyes, porque “en nuestro país hay más consumo de azúcar en las clases bajas”. Pero no son los únicos factores relevantes, sobre todo, cuando se observa la incidencia del azúcar en la actividad cerebral. Las experiencias intensas que vivimos en la niñez, según la especialista, son muy importantes en ese análisis.

“Las situaciones emocionales fuertes en nuestra niñez afectan cómo se desarrollan ciertas funciones de nuestro cerebro que está en crecimiento. Esas situaciones se unen a recuerdos que vivimos con la comida. Al no tener un desarrollo adecuado o eficiente, tendemos a no tomar las mejores decisiones en cuanto a nuestra salud y alimentación”, dice.

Así como un adulto come azúcar porque su cerebro tiene ansiedad de placer, los niños también reciben dulces o cosas ricas en azúcares como recompensa. Según el estudio chileno, el 50% de niños que cursan la educación básica tienen un alto consumo de azúcar. El 54% tenía un consumo medio/bajo en la media. Mientras que para los adultos que están en la educación técnica o universitaria, es solo es un 12%.

La decisión de consumir azúcar -y todos los otros nutrientes- “es evaluada unas 200 veces al día”, según Sussanne Reyes. Para ella, lo más importante para mantener la salud es ser consciente de por qué se está tomando la decisión de comer lo que se está comiendo. “¿Estamos comiendo porque tenemos hambre?”, se pregunta. “¿Conozco cómo se siente mi cuerpo cuando está saciado? Si la respuesta es sí y seguimos comiendo a pesar de ello, lo estamos haciendo para sentirnos recompensados con placer y no por una necesidad biológica”, explica.

También hay malos recuerdos en la comida

Ahora, la carga emocional intensa puede venir experiencias buenas y malas con la comida. Es, incluso, un mecanismo de supervivencia. “Si uno come algo que le genera una gastroenteritis, no lo vuelve a comer nunca más. Con una vez es suficiente para que humanos y animales dejen de comer algo porque les cayó mal o no les gustó”, dice el especialista.

Además, el estudio de Bergstorm reveló que el rechazo a un alimento no solo aparece con la comida que nos hizo mal, sino también con la que consumimos dentro de un “estado de malestar“. Suele pasar con la comida durante una enfermedad. Un ejemplo puede ser la papilla que se consume después de una operación. “Nuestro cerebro activa un mecanismo de autodefensa y condicionamiento mental relacionado con su gusto”, dice.

La experiencia negativa no necesariamente tiene que ser aprendida. También puede nacer de algo que cambió con el tiempo. Por ejemplo, si se cocinaba o compartía una comida con una pareja frecuentemente y la persona ya no está, al volver a probarla, ésta puede no ser tan rica como antes.

Incluso puede saber distinto. O llegar a generar mal estar. “El hipocampo asocia lo que entra al estómago con un recuerdo a largo plazo. Ahora, esa asociación se ha resignificado: un e pololo ya no es una experiencia gratificante, sino que ahora es complejo. Lo que entra al cuerpo va pegado a ese recuerdo, por eso puede que ya no genere ningún placer”, comenta el neurocientífico. 

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